Apariencia y realidad - Ernest Hello

Quiero que el lector se preste a una suposición. Supongamos que tenemos que ver con un extraño de otro planeta, alguien bastante ignorante de las costumbres de nuestro mundo, y que le estamos mostrando algunas de las vistas que se encuentran con nuestros ojos aquí abajo.

Primero le llevamos a un campo de batalla, ¡Qué horrible tumulto! El silbido de los proyectiles, seguido de su explosión. El mortal combate. ¡Los heridos, los moribundos! Toda esa sangrienta confusión que Cháteaubriand llamaba la cohue de la mort.

El forastero se vuelve hacia nosotros y dice: »No sabía lo que era el Odio, pero ahora lo sé. Estoy horrorizado. Estoy consternado. El odio es, entonces, la invención de los hombres. No considerándose a sí mismos suficientemente mortales, han sumado el odio en ayuda de la Muerte».

Para calmar a nuestro viajero y variar el rumbo de su instrucción, traeremos otro cuadro ante sus ojos.

Lo llevaremos a una recepción de la alta sociedad. En vez de llanto de dolor y cascos reventados, él será recibido con saludos y sonrisas. Aquí reina la civilización, aquí florece, aquí se encuentra perfeccionado el arte del discurso político.

No hay hombres o mujeres en los apartamentos elegantes, solo hay damas y caballeros. El intercambio de palabras respira la más admirable cortesía. Nadie enfatiza sus observaciones indebidamente. Nadie pronuncia una palabra cortante. Las opiniones expresadas nunca están lejos de la media de oro. Nadie es muy religioso: eso sería ir un poco lejos. Nadie es muy irreligioso: eso, también, sería ir un poco lejos. Nadie es muy autoritario: eso sería desagradable. Nadie es muy revolucionario: eso podría ofender.}

Nadie pertenece a ninguna fe positiva: eso sería anticuado. Pero cada uno está dispuesto a dar la protección que pueda a las viejas creencias, ya que su destrucción entre las clases inferiores no estaría exenta de inconvenientes, especialmente su destrucción total -porque no debemos tener nada del todo completo. No es que sea realmente deseable que el pueblo conserve una fe definida y viva. ¡De ninguna manera! Aún así, uno debe desear que guarden algunos vestigios de confianza en la Providencia. Es cosa buena cuando el pobre espera cierta recompensa en la otra vida y teme ciertos castigos. Los ayuda a soportar las miserias de este mundo, y en todas las cosas la prudencia es necesaria.

Nuestro extraño empieza a sentirse reconciliado con el hombre. Que cortés y amigable. Qué moderado. Ahora estamos lo suficientemente lejos del campo de batalla. Llamamos su atención a un grupo de caballeros a su derecha y un grupo de damas a su izquierda.

Los caballeros están hablando de política y literatura. Dos en particular están discutiendo juntos. No escuchamos todo lo que dicen, nos paramos a una pequeña distancia mirando y escuchando, pero deducimos que se trata de escritores modernos. Maldicen severamente a aquellas personas de opiniones estrictas que creen todo lo que se sienten obligadas a creer.

“Algunas veces”, dice un caballero, “puede ser generosamente necesario sacrificar nuestras propias convicciones por el bien de los demás, y en interés de la verdad por el bien de la armonía”. Esta observación es aprobada casi unánimemente. Sin embargo, alguien se atreve a contradecir y decir: “¿Puede haber alguna armonía sin verdad?”

La sombra de una sonrisa revolotea sobre los rostros de los oyentes, y en ciertos ojos hay un destello frío que se asemeja al acero.

Nos volvemos al grupo de damas. ¿Seguramente las flores, los diamantes, los rostros sonrientes y radiantes, excluyen cualquier idea de hostilidad o venganza? Un hábil movimiento del abanico transmite aquí un saludo, allí un signo; la más exquisita cortesía dirige cada movimiento. De vez en cuando, el más leve de los gestos enfatiza ciertas palabras. Pero cómo alguien podría imaginar que el término “mi querido”, pronunciado con cierto tono de voz, debe entenderse como una impertinencia. ¿Sería imposible creer eso? ¿O no? Sin embargo, estas elegantes mujeres se observan unas a otras con una mirada superficial, y adivinan, imaginan que adivinan, o bien revelar inconscientemente mil secretos. Pero sin una larga y terrible experiencia del mundo y sus maneras, ¿cómo uno podría desconfiar de una cesta de flores? Si un dardo atravesara y helara el corazón, ¿sería probable que primero se hubiera escondido en un cesto de flores?

¡No! Esa sospecha nunca debe entrar en la noble mente de nuestro compañero. El extraño de una esfera distante que acaba de ser consternado por los horrores del campo de batalla, está siendo tranquilizado por el cuadro placentero de nuestra amable civilización. Él cree que, mientras hace poco contemplaba el odio, los encantos de la amabilidad se despliegan ahora ante sus ojos.

Bien, ¡escuchen! Si estuviera realmente encargado de su educación, si fuera mi deber iniciarlo en los asuntos terrestres, diría:

Estás cometiendo un error radical. El polvo del campo de batalla no contiene un átomo de odio. Los hombres que ahora se matan estarán dispuestos a ayudarse mutuamente. Después de haber arriesgado sus vidas en un intento de matarse mutuamente, ellos tal vez pronto estarán arriesgando sus vidas con la intención contraria de salvar las vidas de sus enemigos. La palabra enemigo tiene en esta conexión un significado misterioso y especial. La palabra enemigo es el hombre que se te enfrenta. Al pelear contra él, obedeces un decreto que no entiendes, obedeces un sentimiento de furia que no es realmente tuyo, que surge de algo superior a sus sentimientos personales.

“Pero”, interrumpe el extraño, “¿dónde está el odio si no se encuentra en la muerte?”

¿Dónde se encuentra el odio? Tal vez justo en ese mismo salón donde hace un momento admiraba la suavidad y elegancia de nuestro trato social. Está, tal vez, en esas sonrisas, en esos artificios, en esas reticencias y, sobre todo, en esos silencios.

“Tú estás molesto, por lo tanto, tú estás equivocado” -dice uno de los Ancianos. Está opinión es tan falsa como celebrada. Preferiría decir: “Tú estás molesto, por lo tanto, tú amas”. Un hombre propenso a enfadarse es casi siempre un hombre de afectos profundos. La suya puede ser “la ira del amor” para citar a Joseph de Maistre. El hombre que se acalora en la discusión, que persigue a su adversario con acusaciones, que desea a toda costa tomar la ciudadela por asalto, convertir, persuadir, es un hombre lleno de afecto. La aparente violencia que muestra hacia ti, no es en realidad más que un ardiente deseo de unirse a ti y llevarte con él a las regiones de la paz y la victoria. En las discusiones entre personas cultas, se acusa al hombre que tiende a acalorarse de ceder al odio: en realidad es el hombre que ama.

Aquel que consigue mantener una perfecta moderación, que nunca deja escapar una palabra más allá de lo que dictan la prudencia y el cálculo, aquel cuyas palabras y comportamiento permanecen irreprochables, es a menudo aquel que no ama. El otro hombre se entrega a los demás; éste se reserva, y parece amable porque es indiferente.

El odio no es una violencia, es una reticencia. No es ardiente, es frío. es una cantidad negativa. No es un transporte de pasión, sino un alejamiento temeroso. El que ama es movido a hablar y también el que cree. He creído, por eso he hablado. El que ha dejado de amar calla. La vida que se basa en el odio, se basa en el silencio. Ciertos matices casi imperceptibles de expresiones y gestos sirven, donde fuera, para acentuar el silencio. Indican el grado bajo cero que ha descendido la temperatura congelada de separación. Porque éste es el verdadero nombre del odio: no es persecución, ni reproche, ni furia, es separación.

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